Frente al delito, el Estado muestra tres caras que se tensionan, la del persecutor que sostiene la acción penal en contra del acusado, la de la defensa que defiende los intereses del justiciado y la del juez que debe resolver entre la tesis y antítesis de los dos primeros.
Tanto el juez como la fiscalía, gozan de autonomía constitucional en lo estructural y en lo funcional, sin perjuicio del control de legalidad y de garantías entregado al primero sobre la segunda.
No obstante, la defensa que a través de la Defensoría Penal Pública proporciona el Estado a los imputados que no pueden proveerse de un abogado particular, se encuentra bajo supervigilancia gubernamental, lo que la convierte en el único actor del sistema penal que no tiene el carácter autónomo que sí tiene el resto.
Esta circunstancia conlleva riesgos en casos en que el rol persecutor y los intereses que gesta el Estado, se tensionen más allá del delito en cuestión, abarcando dimensiones extraordinarias en lo político, social o económico.
Por ello, es necesario que la Defensoría Penal Pública goce también de autonomía constitucional que no deje cabida a la posibilidad de influencias y que, aun cuando no hayan en la realidad, la mera eventualidad de su amenaza sea excluida por muy lejana que esté.
Todo buen ciudadano espera que, cualquiera sea el acusado o la víctima, fiscal, juez y defensor actúen con el debido profesionalismo, preparación e independencia de modo evidente y aparente, para que el conflicto se resuelva conforme a los valores y estándares de una República.
Hoy existe madurez intra e interinstitucional como para plantear, discutir y consensuar entorno a la autonomía de la Defensoría Penal Pública.
Una Defensoría autónoma, con carácter explícito en nuestro orden constitucional, fortalecería una entidad contramayoritaria de profunda raigambre democrática, en tanto se aboca a defender derechos, garantías de personas acusadas de delinquir y actúa como una suerte de sensor de calidad en el proceso penal.