Aunque parece muy poco una hora, a través del transcurso de las estaciones y los cambios en la duración del día y la noche, los seres humanos van adaptando lentamente sus relojes biológicos a la duración del día y la noche.
Al adelantar o atrasar una hora, se produce una desincronización de nuestros relojes internos, lo que produce una deficiente adaptación, con los consecuentes problemas que esto trae.
Estudios recientes demuestran que el cambio de horario de invierno y verano es perjudicial para la salud. En este contexto, trabajos de varios grupos en Europa y Estados Unidos han demostrado un incremento en episodios de depresión y en los accidentes laborales.
También han informado de alteraciones reproductivas tanto en hombres como mujeres y alteraciones en el ciclo sueño/vigilia.
Lo anterior, además redunda en un aumento en la incidencia de asma, infarto y alteraciones de la presión arterial y otras patologías asociadas a condiciones de estrés elevado.
La ventaja inicial por la que fue modificado el horario, es que significa un ahorro de energía.
En invierno la salida del sol está más cercana al comienzo de la actividad laboral, castigando la luz al final de las jornadas, pero esto implica a su vez un aumento en la apreciación de seguridad, nos sentimos más indefensos en las mañanas que en las tardes, por lo que la movilización en horas de oscuridad a nuestros distintos destinos (trabajo, colegio, etc.) se siente más insegura que al regresar, eso es parte de nuestros sentidos primitivos de alerta.
Sin embargo, la desventaja más grande es la mala adaptación a los nuevos horarios, que tiene múltiples consecuencias.
Ya nos adaptamos como país a las nuevas circunstancias y aunque el escenario se veía negativo el año pasado, la opinión publica parece mas gustar de no tener cambios de horarios, sobre todo en lugares donde vivimos más extremos los cambios con las estaciones.
Dra. Claudia Torres-Farfán Académica Facultad de Medicina, UACh