Dudas
No hay duda que era un chileno aunque su apellido, la forma de su cara y de su cuerpo no se pareciera en nada a la de un chileno típico. Sonriente pero casi nunca del todo alegre. Tranquilo aunque en el fondo profundamente preocupado casi siempre, no se veía en él asomar ni un poco de picardía chilensis. El anecdotario de su paso por la Moneda debe ser uno de los menos sabrosos de nuestra historia.
No hay duda que era un caballero. Aunque era difícil encerrarlo también en los parámetros sociales chilenos. Hijo de un juez, criado en San Bernardo, cuando era aún campo, no hacía nunca el menor alarde de prosapia. No tenía tierras, ni dinero, ni parecía importarle mucho tenerla. Se sentía perfectamente en calma siendo el profesor de Derecho concienzudo y un poco aburrido que fue hasta que la política irrumpió en su vida.
No hay duda que era un valiente. Aunque comprendía y perdonaba mejor que nadie los temores de los chilenos. Quizás los comprendía demasiado bien para mi gusto. No hay duda que esa comprensión ahorró posiblemente sangre y lágrimas a la hora de los ejercicios de enlaces y otros boinazos. Pero es inevitable pensar que no nos hizo, como sociedad, ganar un tiempo que ahora nos resulta imprescindible recuperar. Es cierto, nos quiso ahorrar una guerra civil, obligándonos a una paz vigilada por los fusiles.
No hay duda que era un cristiano. Lo dijo una vez, el mercado le resultaba cruel. No hay duda que era sincero. La solidaridad, la austeridad y la sencillez eran bienes de primera necesidad para él. Aunque el gobierno que presidió con indudable éxito, hizo irreversible el camino de Chile hacia el consumo y la competencia de una manera despiadada que no podía aprobar del todo, pero que no hizo nada para atenuar. Su gobierno, que lucho con éxito contra la pobreza más acuciante, entrego un país que no tenía nada de austero y muy poco de cristiano. Un país donde los hombres como él, formados en el social cristianismo de los años cuarenta, tenían poco o nada que hacer.
No hay duda que era un demócrata. Aunque su actuación antes del golpe de 1973 y justo después de él dejó entrever una desconfianza hacia la democracia cuando esta no elige a lo esperados. O más bien hizo entrever una confianza indebida en los militares y su poder para reestablecer el orden. El orden, esa divinidad que quizás fue el demonio que más veces lo tentó.
No hay duda que fue grande. Su ojos llorosos a la hora de entregar el informe Rettig eran mucho más que lágrimas por sus propios errores y sus propios pecados de antes del golpe, sino también las lágrimas de las víctimas, las lagrimas que los victimarios aún no se atreven a verter. Hay momentos en que la debilidad es una muestra infinita de fuerza. Ese fue uno de esos momentos. Momentos de una gigantesca humildad que llena de orgullo.
No hay duda que hizo lo que hizo, por las mejores razones. Pero resulta también con los años que tendía a llamar razonable solo la razón de los poderes más o menos fácticos que aprendieron en su gobierno que venía para ellos una década de gloriosa impunidad. No hay duda, y eso lo convierte en un personaje heroico y trágico, que sabía que su gobierno, que su legado, que sus discípulos, se parecían muy poco a él, pero que estaba alguna manera ligado a esa historia por una serie de nudos que la muerte uno a uno va desatando para dejarlo libre a fin de ser el mismo por lo que queda de eternidad.
* Rafael Gumucio es escritor. Es autor de los libros "Memorias prematuras", "Milagro en Haití" y "Mi abuela, Marta Rivas González", entre otras. Es nieto de Rafael Agustín Gumucio, uno de los fundadores de la Democracia Cristiana.
Rafael Gumucio.*