Hace treinta años, en febrero de 1991, un grupo de parlamentarios presentó un proyecto innovador para la época: crear un Instituto de Asistencia a la Tercera Edad, pues se estimaba que en año 2000 Chile tendría un millón de habitantes mayores de 60 años de edad y el Estado debía darles apoyo y resguardar sus derechos.

La proyección se quedó corta, pues en el cambio de milenio ya había 1 millón 300 mil personas en ese grupo. Y más aún: la cantidad de adultos mayores creció desde representar un 6% de la población total en 1992; a un 19,3% en 2017. En Los Ríos es actualmente de 21,4% (Casen 2017).

En 1995 la idea de estructurar un Instituto tuvo acogida. Formaron la Comisión Nacional para el Adulto Mayor, se delineó una Política Nacional y en 2002 nació el Servicio Nacional del Adulto Mayor (Ley Nº 19.828) del Ministerio de Desarrollo Social.

Bajo esa institucionalidad, actualmente existe la Red de Protección, que ha generado medidas desde gratuidad en ingreso a parques, hasta defensoría legal especializada. En la región, por ejemplo, el Programa Integral de Defensa del Adulto Mayor funciona hace cuatro meses y hasta diciembre había atendido 230 personas, según datos del Ministerio de Justicia.

Además hay servicios como Sernatur (Turismo), Sence (Capacitación), Sernameg (Mujer), Segegob (Gobierno), con planes especiales orientados a este segmento y también existe el Plan Adulto Mejor, enfocado a acercar servicios, promover la vida sana y crear "Ciudades Amigables", idea en la cual trabaja Valdivia.

Claramente, comparados con esa incipiente idea de 1991, el enfoque y la cobertura han cambiado significativamente, pasando lentamente desde una mirada de asistencia, hacia una reconocimiento a ciudadanos con derechos. Pese a ello, hay desigualdades y discriminaciones que persisten .

Considerando lo anterior, sería interesante la creación de una Política Regional del Adulto Mayor, que orientara decisiones en Los Ríos, cuya tendencia al envejecimiento de la población es una de las mayores en Chile y se hace necesario -tal como decían los diputados hace tres décadas- velar por la calidad de vida en todas las etapas de ella.

Tanto en Chile como en otros lugares, las universidades tradicionales se han erigido en una especie de réplica a escala de las comunidades políticas, es decir, constituyen espacios en los que sus integrantes tienen derechos reconocidos, creados en el marco de procesos de regulación normativa fundados en la autonomía universitaria, producto de decisiones colectivas, que dan impulso a verdaderas políticas universitarias. En el caso de algunas universidades chilenas- como la UACh- esas políticas pretenden resolver, inclusive, los problemas de desigualdad social de sus integrantes, sustituyendo en buena medida funciones que debieran corresponder idealmente al Estado. Poco importa, a estos efectos, que estas universidades sean entes estatales o privados.

Puede decirse que este estado de cosas es más beneficioso para sus integrantes que un contexto organizativo alternativo. Desde el punto de vista moral, sin ir más lejos, es preferible a otros espacios organizacionales desprovistos de toda posibilidad de crear lazos de pertenencia y un proyecto común. Pero, al mismo tiempo, las ventajas que ofrecen estas comunidades universitarias para sus integrantes solo son susceptibles de garantizarse y perpetuarse en el tiempo en la medida de que cada uno de quienes formamos parte de esta comunidad tengamos una real voluntad de respetarnos recíprocamente, independientemente de la posición que ocupemos y del estamento al que pertenezcamos.

El respeto es una palabra manoseada, trivializada, tratada como un estándar mínimo de convivencia cuando en verdad nos exige un esfuerzo importante: poner entre paréntesis nuestro ensimismamiento. Para respetar a otra persona hay que mirarlo verdaderamente como un(a) par. El respeto no es condescendencia ni cortesía formal. El respeto es empatía y solidaridad, es decir, implica, por un lado, ponerse sinceramente en la posición de esa otra persona e involucra, por otro, la voluntad de privarse de privilegios o de ventajas personales o grupales para lograr arreglos aceptables para todos. El respeto requiere ser caritativo al interpretar las palabras y acciones de otras personas, no presuponer, de entrada, la maleficencia.

La cultura del diálogo y del respeto a menudo es más costosa porque nos exige más tiempo, más deferencia, más iniciativa, más asertividad y más disposición para el trabajo conjunto que otras formas alternativas de solución de conflictos.