Lo que vio Teresa Undurraga cuando su padre murió
La empresaria chilena que inventó una heladería con rosas y una destilería se lanzó a escribir los pormenores de su familia en los años ochenta. Acá, el día en que su padre escogió el nicho donde pasaría a mejor vida.
Un poco más de tres semanas pasaron entre el día en que mi papá fue ingresado al hospital por una peritonitis y el día de su muerte. Tres semanas eternas, insoportables, durante las cuales siempre supe que moriría.
Mi mamá me avisó por teléfono que partían de urgencia al Hospital de la Católica.
-Linda, se le desconectó la diálisis durante la noche, está con fiebre y muy adolorido, se debe haber infectado.
Estaba en Las Cruces, recién salida de vacaciones. Pensé que era una crisis más, de esas que lo obligaban a quedarse un par de días internado, apenas lo justo para estabilizarse y que lo dejaran volver a su casa. Cuando llegué al hospital, mi papá estaba en un box de Urgencia con inflamación abdominal, una infección tremenda, dolores intensos, mareo, fiebre y todos los indicadores malos. Calcio, hierro, potasio, proteínas, glóbulos blancos y rojos, todo lo que podía estar malo, estaba malo.
A eso de las cuatro de la tarde recibimos el diagnóstico que nos confirmaba que moriría de peritonitis complicada por divertículos. Era operable, conectándolo a un respirador artificial, con un alto riesgo de fallos cardiacos. Mi papá tenía un desfibrilador hacía más de ocho años y nuestra promesa de que nunca, pasara lo que pasara, autorizaríamos una intervención con conexión a respirador artificial.
Mientras afuera del box los doctores intentaban convencer a mi mamá y a mi hermano de aprobar la operación, adentro mi papá me miraba resignado. Los dos sabíamos que le quedaban días. Él no quería ningún tratamiento más. Tres años de diálisis ya le habían robado lo que más valoraba de sí mismo. Conectado diez horas por día al suero de esa máquina, a ese líquido viscoso que entraba por su estómago para limpiarle el organismo a falta de riñones, había reducido su vida a vestirse siempre a la misma hora y de la misma manera, a ducharse cada día con más dificultad y comprobar en el espejo el avance de su enfermedad, sus profundas ojeras, esa oscuridad que le hablaba de su paulatino envenenamiento. Escuchaba de fondo La mañana de Cooperativa sin interés por discutir en voz alta con el aparato, como hacía antes. Iba al living a leer El Mercurio, sentado horas en su sillón, sin saber si entendía lo que leía. Almorzaba siempre a la misma hora, con o sin hambre. Tomaba su agüita de hierbas mezclada con remedios y dormía una siesta corta. Era un hombre atrapado en una vida cada vez menos suya.
Esa tarde en el hospital no nos dijo que quería morir ni que quería vivir. Solo nos pidió la confirmación de que su voluntad se respetaría, como si alguna vez nos hubiésemos atrevido a desafiarla.
-Mire, linda -me había dicho-, yo sé cómo son estas cosas. La gente enchufa a sus seres queridos en medio de una urgencia, por el miedo a la muerte, y ahí quedan los pacientes, se eternizan enchufados. A las clínicas les conviene. ¿Cómo no les va a convenir, si cada día enchufado sale una fortuna? No, a mí no me enchufan por nada del mundo, ¿me entiende? Porque si algo sale mal, no quiero que después pasen por el espanto de tener que desenchufarme, como si me estuvieran matando. Además, es un derecho que tengo.
Cuando le diagnosticaron su enfermedad basal, la doctora nos explicó que las personas en su condición podían vivir con diálisis seis años o más. ¿Y cómo es la muerte? ¿Es dolorosa, va a morir sufriendo? Me aseguró que no, que a la muerte por envenenamiento se le llama también muerte dulce, porque todo ocurre de manera lenta y gradual: los riñones no funcionan y los pacientes dejan de hacer pipí, se les oscurece la piel, les fallan las fuerzas por los efectos de una fatiga crónica, pierden la noción del espacio y del tiempo, dejan de comprender su entorno por falta de oxigenación en la sangre, hasta que un día se duermen y no despiertan más.
Lo encontré bello. Pensé en esos pacientes del siglo XIX que morían sin mucha información de sus males, así, sin más. De los riñones, del hígado, del corazón. Y la muerte, como la de mis abuelos, llegaba lentamente después de una temporada en cama, rodeados de parientes que hacían turnos para opinar y vigilar, esperando ser los que estuvieran ahí cuando todo ocurriera.
Pero mi papá entendió que esta emergencia era su oportunidad de morir. La operación, a lo mejor, no lo sabremos nunca, le habría salvado la vida. Pero una vida que, así, él ya no quería.
-Linda, comuníqueme con su hermana.
Marqué a Londres y le pasé el celular. La Mónica ya sabía que estábamos en el hospital y esperaba instrucciones.
-Aló, Moniquita -dijo con la voz entrecortada-. Aquí estamos, pues, con grandes novedades.
Nos había explicado muchas veces cómo quería morir. Incluso fue con mi hermano al Parque del Recuerdo a elegir el lugar donde quería ser enterrado, a la sombra de un árbol grande y añoso, con vista al parque y también a la calle. Pancho caminó por el pasto hasta el lugar de su tumba, se la señaló parándose encima y mi papá, desde el camino, asintió levantando el pulgar.
-Te dejé con vecinos ilustres -le anunció Pancho-: ahí mismo está don Bernardo Leighton.
"Quiero morir tranquilo y en mi pieza", repetía siempre.
Teresa Undurraga es la hija del medio de una no tan tradicional familia chilena.
"Las niñitas bien no usan bikini, linda"
Emecé
264 páginas
$14.900
Por Teresa Undurraga
David Gómez
"La gente enchufa a sus seres queridos en medio de una urgencia, por el miedo a la muerte, y ahí quedan los pacientes, se eternizan enchufados".