La casa de las camelias
Adelanto del libro "Violeta" Por Isabel Allende
Dos días después de la caída del Gobierno, Arsenio del Valle recibió el golpe de gracia al enterarse que sería desalojado de la casa grande las camelias, donde nacieron él y todos sus hijos. Contaba con una semana para evacuarla. A eso se sumó una orden de arresto por estafa y evasión de impuestos, tal como temía su hijo José Antonio desde hacía mucho tiempo.
Nadie escuchó el balazo en ese caserón de muchas habitaciones, donde imperaba el ruido de las cañerías, de las maderas secas, de los ratones ocultos en las paredes y del tráfico habitual de sus habitantes. Lo descubrimos al día siguiente por la mañana, cuando entré a la biblioteca a llevarle una taza de café a mi padre, como hacía a menudo desde que despidieron a las mucamas. Las pesadas cortinas de felpa estaban corridas y la única luz provenía de la lámpara del escritorio, una Tiffany con pantalla de vidrio pintado. Era una habitación grande de techo alto, con estanterías de libros y reproducciones al óleo de cuadros clásicos que un pintor uruguayo copiaba con tal exactitud que podría engañar a un comprador experto, como mi padre hizo en un par de ocasiones. Sólo quedaba una enorme Judit con la cabeza decapitada de Holofernes reposando en una bandeja. También habían desaparecido las alfombras persas, la piel de oso, los dos sillones barrocos, los enormes jarrones de loza pintada de China y la mayoría de las piezas de las colecciones. Esa sala, que antes fuera la más lujosa de la casa, era un espacio desnudo donde flotaban los tres o cuatro muebles que iban quedando.
Yo venía cegada por la luz matinal de la galería. Me detuve unos segundos para acostumbrar la vista a la penumbra, y entonces vi a mi padre recostado en la silla detrás de su escritorio; pensé que se había quedado dormido y sería mejor dejarlo descansar, pero la quietud del aire y el tenue olor a pólvora me alertaron.
Mi padre se dio un tiro en la sien con el revólver inglés que había comprado en tiempos de la pandemia. La bala se le incrustó limpiamente en el cerebro sin causar mayor destrozo, apenas un hueco negro del tamaño de una moneda, y un sendero delgado de sangre que descendía de la herida hacia el diseño de cachemira de la India de la bata de fumar, y de allí a la alfombra, que absorbió la mancha. Durante una eternidad, permanecí inmóvil a su lado, observándolo, con la taza temblando en la mano, llamándolo en un murmullo, "papá", "papá". Todavía recuerdo con perfecta claridad la sensación de vacío y calma terrible que se apoderó de mí y habría de durar hasta mucho después del funeral. Por último, puse la taza sobre el escritorio y me fui calladamente a buscar a miss Taylor.
Esta escena está grabada en mi memoria con la precisión de una fotografía y se me ha aparecido en sueños muchas veces. A los cincuenta años estuve varios meses en terapia con un psiquiatra que me hizo analizarla hasta las náuseas, pero ni entonces ni ahora puedo sentir la emoción que corresponde ante el padre muerto de un balazo. No siento horror ni tristeza, nada. Puedo explicar lo que vi, el vacío y la calma que he descrito, pero nada más.
La casa entera despertó a la tragedia cuarenta minutos más tarde, una vez que miss Taylor y José Antonio limpiaron la sangre y le taparon la herida a mi padre con un gorro de dormir, que él se ponía en invierno. Fue un esfuerzo encomiable, que sirvió para fingir que se le había reventado el corazón por el estrés. Nadie en la familia, ni afuera, lo creyó.