Esta semana se ha sabido de una performance en las oficinas de la Junji en Viña del Mar. En ella un conjunto de funcionarias y de funcionarios representaron La Naranja Mecánica y se fotografiaron tocándose recíprocamente los genitales, o lo que simulaba serlo. El evento se suma al que hace poco ocurrió en un Cesfam de Talcahuano, ante los pacientes que esperaban (claro, con paciencia) ser atendidos. Mientras cultivaban su aguante y su resignación apareció una cantante acompañada de una bailarina semi desnuda que mostraba y movía, con entusiasmo sus glúteos.
¿Cuál es el significado de todo eso? Lo que esos hechos tienen en común es que un espacio público es ocupado con fines expresivos que nada tienen que ver con el propósito de las instituciones en cuyo edificio e instalaciones se efectúan. Es obvio que la cantante acompañada de una bailarina de talento más bien dudoso, nada tiene que ver con la salud de los pacientes que esperaban en el Cesfam, y es igualmente flagrante que la representación de La Naranja Mecánica (una novela de Anthony Burgess llevada al cine por Stanley Kubrick, donde se representan escenas de extrema violencia y un tratamiento conductista para el control del crimen) no se relaciona con lo que, es de esperar, ocurre o debiera ocurrir, en los jardines infantiles que la Junji, a la que pertenecían esas personas disfrazadas, ha de supervisar.
Como justificación, se ha dicho que el acto no supuso recursos públicos y, además, se habría realizado en horarios que no entorpecieron la jornada laboral: "bajo ninguna circunstancia -declaró la directora subrogante de la Junji- se utilizaron recursos públicos para el desarrollo de las actividades de aniversario y que, además, fueron realizadas en un bloque determinado de tiempo y no durante el transcurso de toda la jornada laboral…"
La explicación de la directora regional es pueril y muestra que no entiende el problema que esa representación configura, que no es el tema del empleo de recursos públicos (aunque estos se emplearon puesto que el edificio es un recurso de esa índole y el tiempo empleado también) sino la inconsistencia entre esas formas expresivas (dejemos pendiente expresivas de qué) y el significado objetivo o el componente simbólico de los servicios públicos.
Nadie aceptaría, por ejemplo, que una ministro ocupara sus oficinas para celebrar su cumpleaños con el argumento que contrató con su dinero a una banquetera y la fiesta se celebró un fin de semana. Hace pocos años (aunque es probable que en estos tiempos de memoria feble se haya olvidado) quien se desempeñaba entonces como alcaldesa de Providencia, Josefa Errázuriz, prestó el palacio consistorial para que un pariente suyo celebrara su matrimonio. Obviamente hizo mal aunque no haya gastado un peso municipal por la sencilla razón que las dependencias municipales no son para eso. Lo mismo ocurre en estos casos. El Cesfam no es un escenario para espectáculos de esa índole (y ningún otro distinto a la atención sanitaria) y los ámbitos de la Junji no son un lugar para que sus funcionarios (por talentosos que fueran, aunque este no parece ser el caso) realicen representaciones o expresen sus puntos de vista artísticos, así fuera con disfraces más inocentes y gestos menos controversiales. Y es que una cosa es ejecutar el rol de funcionario, y otra distinta el expresar la propia subjetividad. ¿Cómo no se entiende que el papel de funcionario obliga a la sobriedad y a la represión de los sentimientos expresivos y que esa es la diferencia que media entre un servicio público y un circo, una kermés o una feria?