De la Cruz
a la Gloria
El pasaje de la Transfiguración que escuchamos en la liturgia de hoy (Mt 17, 1-9), en el que Jesús aparece rodeado de reconocimiento y gloria, está colocado en un lugar estratégico de la narración: inmediatamente después del primer anuncio de la pasión y de la instrucción de Jesús a sus discípulos, acerca de la necesidad de seguirlo por el camino doloroso de la cruz. Pedro, Santiago y Juan, quienes también acompañarán al maestro en su agonía en Getsemaní, son aquí testigos de la gloria del Mesías, plenitud de la Ley y los Profetas, representados por Moisés y Elías.
El trasfondo bíblico es la teofanía o manifestación gloriosa de Dios en el Sinaí y la alianza pactada entre Dios y el pueblo de Dios liberado de la esclavitud de Egipto. En el contexto del evangelio de Mateo, la transfiguración pone de manifiesto que la meta final del camino mesiánico no radica en el sufrimiento y la muerte; estos representan condiciones necesarias que abren paso a la salvación y a la glorificación. De este modo, los discípulos del Mesías reciben aliento para seguirlo por el mismo camino y con la mirada puesta en la misma meta.
La Transfiguración muestra a Jesús como verdaderamente Dios, tal como lo comprendieron los tres testigos privilegiados de la Transfiguración: Pedro, Santiago y Juan.
En la primera lectura, Daniel contempla la misteriosa figura de un "hijo del hombre" que se presenta ante el trono de Dios y de él recibe honor y gloria. La carta de Pedro (segunda lectura), presente en la Transfiguración, da testimonio de lo que contempla y escucha en la montaña cuando Cristo se manifiesta glorioso, siempre en toda circunstancia la palabra de Dios ilumina la vida de fe y la vida de los creyentes.
La Transfiguración permite a los discípulos contemplar la gloria de Jesucristo y de esa manera comprender y aceptar el misterio de la cruz.
El discípulo del Señor, el de ayer y el de hoy, en esta fiesta de la Transfiguración, llegan a comprender que sin cruz no hay victoria.