"Recado sobre la cordillera", 1940
Extracto del libro "Recados completos" Por Gabriela Mistral
Mientras más violenta es la crisis, más pronto se agotan los operadores históricos: relámpagos, rayos y vientos hacen tal gasto en la hazaña, que su violencia baja bruscamente. Es una de las veleidades de la montaña andina, "criatura temperamental", la de crear la tormenta en instantes, cercar su masa como un puño ciego, y cortar de golpe, antes de haberla agotado, su fechoría tremenda, quedándose en tal sosiego que se creería que nos hemos soñado la baraúnda. Esta recomenzará después, si no se liquidó el stock del nubarrón; pero en la pausa resuellan por lo bajo, y como rehaciéndose, los toros de la lidia. La montaña hace un movimiento de sus miembros, se distiende, se estira, se recoge, y vuelve a su orden.
He visto un grupo de arrieros cordilleranos volver por el valle de Río Blanco al día siguiente de la tormenta, y nunca he querido más a nuestro pueblo que oyendo al grupito descalabrado contar el trance. Los tres o cuatro hombres traían la desarrapadura en que quedan los huertos de Elqui después del ventarrón; llegaban como vueltos del revés, con su cabeza y sus barbas mesadas y aporreadas del percance, y sus trazas deshechas daban la figura de la cabra del cuento que se peleó una noche con lo sobrenatural. Entre bufonadas y tragos de ponche, contaban la carrera desde el punto en que los cogió la tempestad hasta el puerto o reparo de piedra. Ellos se conocían a la Cordillera brava y este era uno de tantos lances con la cosa viva. Entre las chanzas de los batidos, yo me acordaba de la cruz maciza del Cristo de la Cumbre, que los vientos han torcido no poco, cruz de la concordia chileno-argentina, puesta a prueba de la cólera de los vientos y cosa fuerte y frágil a la vez, según la paz de los hombres.
Las contadas forman las solemnidades sacras del organismo magnético, que los geógrafos llaman Cordillera. Prefiero a ellas las fiestas menores que yo, mujer flaca, me tenía en Río Blanco cualquier día. El juego de las nieblas pequeñas lo cuento como lo mejor.
Poco después del deshielo, o al atardecer, tras una siesta calurosa de mucha evaporación, las faldas medias de la montaña se llenan de una guiñapería errante, o de una procesión de almas en pena, o de grandes hálitos que suben de las cuchillas y de las quebradas. Los que hablan de la montaña amojamada parece que nunca vieron este cortejo de las nieblas, bailar desaforadamente sobre las faldas. Alucina la fantasmagoría de esos vapores a medio hacerse y deformarse.
La claridad del día o la vaguedad del crepúsculo se llena de "larvas" como diría el amigo oculista; pasa "la Santa Compaña" del folklore español, lenta y pegajosa; el aire se vuelve una masa misteriosa de acuario, por la cual cruzan, grises, algodonosos, amarillentos, unos peces ciegos de formas estrambóticas que son las imaginaciones de la montaña. Vuelan, venidas de todas partes, tanteando mañosamente; pasan muy airosas, a veces, como criaturas lúcidas y a veces torpes como los sonámbulos; cruzan por nuestra cara en cosa viva, se quedan paradas, faltas de aire, o se alcanzan y se funden rápidamente. Un poco más, y ya la niebla se ha cerrado y la fiesta se acaba, porque el donaire estaba en su ronda de niñas y cuando ya se apelotonan, la masa malogra todo el juego.
Por la noche de enero, después del calor, el disfrute de los huéspedes de la montaña chilena, es un cielo nítido, de grandes constelaciones, que no se alcanza en ninguna parte. El cielo nocturno de Río Blanco maravilla y espanta; de él me acordaba yo leyendo los versos de Rilke en las Elegías de Duino: "Porque lo bello es tan solo el primer grado de lo terrible; apenas lo soportamos, y, si podemos admirarlo, es porque él se olvida con desdén de destruirnos".